Autor: Benito Estrella Pavo
Imaginemos a un profesor nuevo –o
profesora- que entra por primera vez en el aula, bien con un contrato de
interino por parte de la administración del Estado, bien con una
oposición aprobada con plaza, o bien con un simple contrato empresarial
en un colegio privado o concertado. Él (o ella) y los alumnos se miran
curiosos y expectantes. Ellos miran al profesor y el profesor los mira a
ellos. Ellos lo miran de arriba abajo, lo miden, lo examinan mucho
antes de que ellos sean examinados. El profesor está allí y no está,
tratando de pensar al mismo tiempo en los alumnos que tiene delante, en
las exigencias de la materia que tiene que dar y su didáctica, en las
complicaciones burocráticas del contexto, en su propia persona. Sea
persona tranquila o nerviosa, tendrá la sensación inevitable de que ha
aterrizado en medio de un país extranjero y en principio hostil,
viéndose “sólo ante el peligro”. Y si no es todavía consciente, lo sabrá
enseguida, a poco que lleve unas semanas de clase y le asalten las
primeras tentaciones, alentadas por el síndrome del novato: todo
profesor nuevo es por definición un inmigrante que ha pasado del
confortable lugar de un lado del aula en dónde se sentía seguro y
acompañado como estudiante al otro lado donde se encuentra solo y
extraño como profesor.
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